La guerra nunca cambia.
Niños soldado matan por ser y no saberse idiotas, los mandaban viejos próceres de parloteo politano. La reververancia de la jerga embellecida, susurra entre líneas las miserias de un mundo hostil. Moles de hormigón armado, ríos de anuncios, imágenes sensibles, trovadores electrónicos; y nanomáquinas biológicas que, por partenogénesis, extienden alfombras rojas por doquier. Bajo la moqueta, aire pestífero para pulmones con tuberculosis, refugiados climáticos contándose por cientos de millones, colonias de células cancerígenas poblando intestinos, océanos ácido. En esas, altos mandos, entrados en canas, andan enloquecidos como bárbaros intramuros del imperio. Construyen ciudades-acuáticas trazando líneas en los desiertos arábigos, y flotan hoteles turísticos en estaciones espaciales tan privadas. Estertores aberrantes de una era que se muere. Muchas de las manos que izaron esas pirámides ciclópeas acabarían muertas junto a sus portadores. La megamáquina extractiva, picadora de carne, hambre voraz, no se detendría: el mundo no se para, para nada ni por nadie. Los restos de los forzados a inmolarse voluntariamente fueron reducidos a ceniza, emparedados a cal viva, y sirvieron al cimiento como argamasa fina. El inefable no-lugar de ultralujo resultante, exagerado y ostenso hasta estrangular las vísceras, pasa ante el semblante ciego de los rotos por dentro, jugadores no-humanos, enepecés, espectadores. Pero, pese al teatro sordomudo, ya es dificil disimular la verdadera cara del trasunto genoecocida: el peso de las obras faraónicas ejerce una mastodóntica presión en la goma de su careta. Su verdadera faz, desvelada en lo profundo de la madriguera de conejo, es el hachazo en mitad del cielo; el osario bajo los neones. Todo son eisas inducidas mientras se juega a seguir a flote; se queman fragmentos de casco, velas y mástiles; se arroja tripulantes por la borda. Con el motor al rojo vivo a punto de estallar, la canoa hace aguas en cada junta de sus cañas. La fuente de la inundación está en la brozaica mercancia, miel de la produccion en masa, hija de la pauta estandarizada; ese cúmulo de enjendros sin principios aplasta el horizonte. Y tambien las cabezas que piensan el horizonte. Hasta que la visual acabe siendo un enorme tunel, una recta sin final; un mundo-disco de campos elíseos sembrados con salitre, como la patria de Aníbal. Ese monstruo engulle rendondez y regurgita mistifismo, ese liaviatán privado de abrefácil y vida efímera que, una vez agotado e ido a la basura, satura un poco mas el colapsado sumidero donde pacen niños de barriga hinchada y piel intensa en melanina, tras jornadas que agotan por entero cada rotación terráquea. Saberlo troquela el gesto como un trago no querido de agua marina, por el golpe mal dado de una cruenta ola. Pobre horda de neosiervos de la gleba, que apuran el filet mignón de quitina y hemolinfa, y se baten como insectos de barraca, chavola y casucha herrumbrosa; de mala muerte y mísera vida. No les queda otra que pacer gregariamente ahí, donde cubre la marea. Flota algún que otro nido de amistades estrechas, para apoyarse los unos en los otros, como el canto de cada carta en un castillo de naipes a punto de derribo; y de espaldas anchas, donde cabe la retahila sorda sobre el orden natural de las cosas: de quienes deben estar a la cabeza y de quienes han de ajustar sus magnitudes a la suela del zapato. El saber sobre la violencia impersonal y anónima que les doblega se les antoja algo exótico, lejano y poderoso. Fuerzas incomprensibles que anudan relaciones entre personas, ocultas bajo cosas: desde el prepuber minando coltán hasta el joven fabril montamóviles, terminando el satisface la app de reparto a bicicleta, bajo la canícula del tórrido estival. A veces, solo a veces, muy pocas veces, casi nunca, pero ahí está: una estructura de instintos plásticos que se niegan a rendir totalmente el ser, al artefacto social escapado de toda mano. En esos instantes de signo taumatúrgico, donde las tijeras de Átropos cercenan el velo de Maya, una idea siembra sus zarcillos en la cisura de Silvio. Entonces se percibe el hilo rojo que une las dos miserias: del que consume y del que produce, desde el centro a la periferia. Sienten con los cinco en un único sentido, como cinco dedos cerrándose al formar un puño. Piensan en plantarse, emerger el mes de Germinal, obviando toda raiz cuadrática, no como flor de un día, antes bie, para afirmarse como un robledal. Su otro yo, ese, el del subterfugio del concepto-límite, el del plantel animalesco informe, el del sistema límbico que mueve pulsos al bajo vientre, el del colocón a gas radón, el del oficio como liricista en el tejado o astronauta del espacio interior, el de "a las seis en planta" para gusto y rogodeo del gran forrajeador abstracto, ese mismo, le dice que pegue fuerte y firme, que apunte al centro de masa; y que no pare, que no ceje un instante hasta que la rueda salte y el tren descarrile. Pero esos también son seres humanos ¡Son seres humanos! ¡Son seres humanos! Gritarían y gritaron melosos, furtivos y asustados. No, no lo son. Ellos, los alzados, sabían bien lo que eran: un resultado social zoonótico, un momento sensible y meditabundo en un flujo metabólico de la materia, un hueco donde hablarle al eco de los antepadados, un vinculo trascendental con las generaciones venideras. Por aquel entonces resultaba, antes que otra cosa, un trozo de maltrecho, un triste juguete, un niño achicado por el chantaje. Dos fueron las opciones de ese dueño de su prole: pan por sobretrabajar gratis, o vivir en la indigencia hasta la muerte civil. En esa tesitura, algunos, libres como pájaros, decidieron mandar en su hambre. Rompieron el contrato. Y al final del día, en el estrado, otra vez como juguete pero engrilletado hasta la muñeca, solo pudieron apelar al hurto famélico, ante el policía con toga y puñetas. Estertores aberrantes de una era que se muere. Los sueños mueren por donde pisan los pies de los faraones. Señoritos de manos finas y espaldas por estrenar. Alérgicos al sudor propio pero adictos al ajeno. Lechones a mesa y plato puesto con su nombre infinutud de veces repetido en el registro civil.
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