Extremocentrismo.

Es esa actitud conforme con no hacer nada, nada heroico. Quien la profesa deglute gustoso la propaganda sobre el sacrosanto Progreso, duerme la ausencia total de épica, goza la hipérbole de lo mundano, mientras la música siga sonando -aunque sólo para ellos-. Otro día más en la oficina, vida de funcionario gris o de empleado de empresa pública con convenios de gorro frigio; vida repetitiva pero segura. No por talento ni por talante, vastó sólo un esfuerzo: el esfuerzo de nacer en el momento oportuno. Nacer en época propicia, de expansión global del capital, surfear las últimas políticas intervencionistas y aprovechar las muchas plazas recién sacadas del horno dispuestas para la compra de la paz social. Entregados entonces a las fuerzas normalizadoras de la miseria de las siguintes generaciones, la explotación, la aberratio; ellos, por el contrario, alzan sus copas. Porque -dirían ellos- por más que digan los cenizos, el sistema «funciona». Todo es perfectamente «normal». Los domingos de benzodiacepinas y alcohol, porque se acerca el lunes, por no aguantar a una familia desestructurada, por sentir nostalgia de futuro; no mejor, sólo de futuro por otro lado inexistente, es algo perfectamente «normal». Aquellas bombas que truenan a lo lejos sobre las cabezas de niños, huérfanos y secos de tanta llantera, son cosa «normal»; las manitas hilvanando en los telares, normalidades necesarias; minas de coltán, de plata, de cobre que alimenten los panelitos solares, la electrónica de teléfonos móviles y ordenadores portátiles, el agua arrebatada de las bocas para surtir los aspersores de los campos de golf o los centros de computación de inteligencia artificial. Todo normal y bien, mientras aguante el gasóil barato con el que mover el coche y no le despojen a uno de la segunta residencia con la que extorsionar al inquilino y complementar un sueldo o una pensión muy superior al modal. Todo normal y bien, mientras siga llegando la nómina en una moneda fuerte, o al menos periódicamente actualizada; moneda hecha de bases militares del imperio esparcidas por cada continente,  capacidad de compra bien respaldada a bayoneta y pistola. El mundo es como es, y esa forma de ser nos ha traido paz y tranquilidad. Nos ha traido orden y concierto, y neveras llenas, al menos para este paralelo, latitud donde el extremocentrista tiene puesto el huevo, que es la que importa. Lo único aue de verdad importa. En el fondo de todo, habita una verdad como un templo, si bien plagada de deidades paganas, no por ello se amedrenta en su certeza: los extremocentristas no tienen creencias, solo el monopolio de la bajeza moral. No les importa el estado ni el país ni de sus gentes: gozan la estabilidad del establo, graznan con la mentalidad rentista, arguyen al amparo de la experiencia personal y la falacia del punto medio, exijen con la frase «que hoy de lo mío» a todo el mundo y a todas horas. Ahí, justo ahí, es donde toma cuerpo el corazón de un tibio, negro, como el plástico de una bolsa de basura.

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