Molot y Bastiat.
(Captura del comic Transmetropolitan, 1997-2002).
Por Alejandro Martínez.
Hemos pasado del “vuelva usted mañana” del cervantino dieciochesco al “no atendemos sin cita previa” del ventiunero digital. Cuando, certificado digital en mano, tecleas enter, accedes a menú, y gestionas la prestación directamente vía remota, va y se cae la web. Reintentas varias veces sin obtener resultado. Visto el panorama, navegas hasta citas, y clicas, oh, sorpresa: no hay cita hasta dentro de tropomil días. Corrijo, hasta dentro de trescientos sesenta y cinco mil lechowskianos días. Pero resulta que la ley general de la seguridad social, y el reglamento de desarrollo pertinente, y la orden ministerial correspondiente, dan quince días para tramitar la prestación por desempleo desde el hecho causante –el despido, vaya-. De no hacerlo, empiezas a perder días de prestación ya de por sí más estrecha que el mondadientes de un microbio. Entonces vas y te personas en la oficina más cercana; pero no puedes ni pasar el arco de seguridad. Un gorila uniformado inquiriendo por el papel de la cita. O, en el caso de que el capital fijo haya hecho su triunfal entrada en forma de automatizadora de tareas, habrá una estupenda máquina que pide que introduzcas el deeneí. Si por una suerte casual, consigues sortear estas primeras empalizadas de los pegasellos, recurriendo a una mezcla de agilidad felina o retórica dramática de tu condición muertohambrense que, separado de su medio vital que recurre al subsidio, ahora debes de dar con un gestor. Pero todos están escamoteados en sus mesas de trabajo, protegidos por sus baldas pretorianas mientras despachan desgraciados. En la antigua recepción, ya no queda ni uno.
Si pretendes esperar pacientemente a que un servidor público haga honor a su nombre y se dirija a ti, por el mero hecho de que te vea hacer acto de presencia, mientras buscas afinidad con el semblante pedigüeño que exhibes y bajo tu desesperado intento hacer contacto visual, es obvio que tienes fe. Mucha fe. La misma que un cristiano antes del martirio. Ahora bien, para cuando el látigo de la espera ya ha dado buena cuenta de tu espalda, no te queda más que borrar esos conceptos prusianos de tu cerebro en torno al acto de buena educación que es no interrumpir, y empezar a circular asaltando a todo aquel que tenga pinta de tener una nómina pública. Ves a uno que pasa raudo y veloz. Lo asaltas como un vándalo, sabedor de que te juegas las lentejas. Pese a tu buen talante, y la exquisita educación que tu madre te había dado, recibes gestos de desaprobación, aspavientos que indican la cantidad de ingente infinitud de agobio, tarea y estrés que tienen estos pobres pobres trabajadores de plaza en propiedad. Bien, tú, que representabas a ese desgraciado anónimo, ahora vas a empezar a tener nombre, que será Molot, por qué no. Bien, a Molot vuelven a mandarle a que pida cita, que son órdenes de arriba, que no se pueden hacer excepciones, que hay que ver con la reciente pandemia hay que tener cuidado. Cuidado, pero él bien que se casca las copas a doscientas personas el metro cuadrado del local guarro ese famosete que tanto comentan los cuarentones recién divorciados. Con este panorama, armado de paciencia, Molot le explica que la cita es para dentro de doscientas vidas, que aquí se puede ver la captura de pantalla, señalando el móvil con intención probatoria; que en la muerte no le hace falta el subsidio de marras, y que tiene la malísima costumbre de echarse tres comidas diarias. Que el rentista de mierda que vive parasitando su chepa exigirá, para seguir teniendo techo, que pague religiosamente antes del día cinco del mes en curso. Que ya se sabe, una mensualidad impagada es base suficiente para resolver un arrendamiento por incumplimiento grave según la sacrosanta jurisprudencia de los de la toga y las puñetas. De ahí que te llame “ocupa” el mercenarucho de turno del último periodicucho provinciano. De ahí al desahucio, de ahí a la patada en la puerta del piso de la esquina que le quitó la caja de ahorros a la Loli, y de ahí a la escalera descendente de la muerte civil. Bueno pues, tras narrar semejante historia con cuerpo de resultado empírico y espíritu de pendiente resbaladiza, el pegasellos al final manda de mala manera a Molot a hablar con otro, y este a otro a a su vez; y por fin a un tercero que parece tener ideas de otra guisa. Molot ha de repetir por tercera vez la misma película como si estuviese en el día de la marmota, o en el eterno retorno de lo mismo, o en un tiempo mítico mirceaelidiano más circular que los argumentos pro patronales de la Menestra de Trabajo. Esa que ni nacionalizando sueldos y cotizaciones a cambio de nada está evitando las cartitas y los papeles del paro. Total, que en este punto, el funcionaca que escucha la historieta, que llamaremos Bastiat, empieza a cogerse monumental cabreo. Aquí se ha jubilado hasta el tato y no han repuesto plazas, y están despidiendo a todo Dios, y esto es un sin Dios; me cago en Dios. Ambos se miran y parecen pensar: yo sé lo que tú sabes y tú sabes lo que yo sé.
A derredor de los dos hay un montón de lamerones suplicando turno para posar sus labios en los rutilantes culos del resto de gestorzuelos; la mayoría, en la misma situación. El colapso ya está latiendo en forma de despidos masivos fruto de la brutal subida del precio de la energía, vía del agotamiento de los combustibles. De ahí al aumento de los costes de producción, y la estrangulación de la tasa de ganancia en los distintos capitales en los distintos sectores, creando un efecto dominó que se está llevando por delante el pan de media población. Es lo que tiene una organización social que mantiene secuestrada la función de producir. Bien, ante este panorama de conocimiento, necesidad material, desesperación y mala hostia, Molot no está dispuesto a perder un solo día de prestación; y Bastiat, no está dispuesto en seguir tratando como ganado al personal. Cada uno por la parte que le toca, como guiados por una mano invisible harta de justicia divina, los ojos vueltos en un blanco nuclear, se perciben de repente en la sede, donde Molot está empuñando un metropólitan bien cargado, apuntando a las aristas neoclásicas de edificio. Un madero grita el alto a la par que desenfunda la pistola. Pero esto no es un western, y tú eres fuerza represora salida de una policiaca de serie zeta; el madero prejubileta se apellida Whealer de lo gordo que está. Se le cae la herramienta con todos los nervios.
Bastiat la recoge, dispuesto a ser el primer perro que coma carne de perro, y le descerraja dos tiros directos a sus obesas rodillas. Molot al otro lado de la calle está recreando el Vesubio, y los parados siguiendo el ejemplo de aquel hasta ahora loco empiezan a destrozar la oficina, y el banco de enfrente. En mitad de la acción luce la delegación del gobierno como fuente del mejor combustible jamás creado. Y allá que se dirige la masa enardecida.
Lo que distingue a un loco de un líder revolucionario es el primer seguidor, o eso creo que leí una vez.
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