Viejas certezas clasemedianas.
Concurrida calle de una ciudad estadounidense contemporánea. Autor: usatoday.
Recuerdo que, cuando era
pequeño, lo que más repetían mis padres eran breves discursos sobre mi deber
para con la familia. Que ellos se ocupan de la casa, la comida, la luz, el
agua, la ropa, la Play Station y resto de comodidades de a quién nunca le faltó
de nada. Mi único deber era poner esfuerzo y sacar buenas notas. No tenía que
trabajar, solo tenía que estudiar: ese era mi trabajo. «Estudia para ser
alguien el día de mañana» como axioma de una época fordista donde mejor
capacitación técnica equivalía a mejor posición socioeconómica.
Todas las certezas
clasemedianas en que fuimos educados los nacidos en los noventa empezaron a
saltar por los aires hace más de quince años y, a juzgar por el devenir de la
historia, no parece que vuelvan a restañarse pronto. Mas bien, al contrario:
esta cesura, como un hachazo en mitad del cielo, se hace cada vez más y más
grande.
Los profesores universitarios
de hoy se quejan amargamente de la apatía general del alumnado. Buscan las
causas, olfateando aquí y allá, algunos con un punto de nostalgia pueril típico
de quien se hace viejo; la mayoría, algo más agudos, lo achacan a las
relaciones de pantalla o la hiperconectividad. Explicación del fenómeno propio
del miope, superado por la vorágine informacional de un mundo que le es vasto e
incomprensible.
Fotografía
frontal del Rectorado de la Universidad de Córdoba, España. Autor desconocido.
Lo cierto es que la universidad
ya es un ente en parte obsoleto, en franco retroceso, destruido por la
secularización acelerada de su misión, un clima de estupidización popular
creciente, y un principio de rentable asfixiado en los centros del imperio, con
mercados saturados de mercancías físicas y cosas simbólicas sin valor pero con
precio. Esto, que no sabíamos nosotros, los imbéciles de los noventa, ya es un
hecho notorio para los nacidos bien entrados en los dosmiles: del rumor a la
nueva certeza revelada en apenas un par de lustros. Es lógico: lo han visto con
sus propios ojos. Las universidades ya no procuran una cualificación a la masa
laboral capaz de asegurarles un acceso a renta suficiente y estable para una
vida cómoda, ni tampoco son centros sacros que proveen a sus egresados de
estatus y prestigio ilustrado.
El tardocapitalismo de la
creciente automatización de las facultades cognitivas y los tratamientos de
información, aniquila el valor de la pericia técnica, en su imparable proceso
de subsunción real del hombre en la máquina, eliminando así el
incentivo de formarse en las disciplinas que antes aseguraban el ascenso
social: piedra angular de una sociedad adoradora de la ficción meritocrática.
Solo hay que ver el destino de las profesiones liberales, últimos vestigios
semigremiales con agencias laborales aun basadas en la pericia, y, por ende, no
directamente sustituibles por otros. A base de programas-agente, IA generativa,
potentes motores de búsqueda y procesadores de texto un despacho de abogados ya
no necesitará un letrado con la mirada de los mil pleitos, sino una persona con
un módulo administrativo que sepa pilotar la máquina para sacar textos refritos
como churros; mismo proceso ocurrido con los panaderos en su día con la
proliferación del horno eléctrico (Sennet, 2000).[1]
Por lo otro lado, el capital,
gobernado por la lógica del beneficio, deja la ciencia básica en manos de los
Estados, y estos, vía subvenciones, en las burocracias universitarias, a la
espera de que surjan aplicaciones prácticas en la optimización del proceso
productivo de las que aprovecharse. En consecuencia, la carrera investigadora,
trufada de viejos funcionarios decrépitos adictos a la explotación directa[2], ofrecen jornadas
interminables y contratos por proyectos con salarios de chiste a cambio de
palmadita en la espalda y citas et al en los papers; todo
financiados con dinero público, pero libremente administrado por ellos como si
fuera su señorío. Estas son las dinámicas
generalizadas detrás del abandono masivo de doctorandos y
gente de valía que, una vez alcanzado el máximo rango de conocimiento reglado
reconocido por el Estado en una materia, se ve incapaz realizar su proyecto de
vida.
La universidad es cada vez más
una reliquia, una fuente seca de predicamento, de la que no pueden aprovecharse
ni los pájaros tras una larga migración bajo un sol de justicia. Y es que el
conocimiento y las mejores fuentes de renta laboral se han desconectado
totalmente. Él éxito en la sociedad contemporánea no está en sacarse el
doctorado, no señor. El éxito en la sociedad-red de mercadería simbólica está,
mal que pese, en cultivar una comunidad virtual-digital de la que poder vivir,
directa o indirectamente, ora a través de plataformas de micromecenazgo, ora
como tratantes de publicidad. Para este objetivo, el contenido concreto que
haga de argamasa de esa comunidad tendrá siempre un carácter instrumental:
artes, técnicas o ciencias, las menos; violencias varias, estupideces supinas,
soflamas mentirosas, comportamientos abyectos, actos miserables, exhibición de
carne, barbaridades y espectáculos obscenos de toda ralea, los más; todos serán
recursos válidos siempre en cuando sirvan con diligencia al objetivo de
cultivar masa crítica de seguidores. En este sentido, tanto monta un completo
zoquete que no sepa poner la tilde a su apellido pegando tiros al Call of Duty
o gritando aporías anti-impuestos que una antropóloga dando una clase
miniaturizada sobre el Kaiko de los Tsembaga maring a través de reels.
En épocas pretéritas, los
héroes del capitalismo fuertemente intervenido por las socialdemocracias de
posguerra, siempre ojo avizor con las economías planificadas del Este,
ensalzaban el estudio y la buena forma física que encarnaban los astronautas.
Época aún de Grandes Relatos y Causas Nobles, con un proyecto moderno
emancipador al otro lado del muro aun disputando el mundo. Los
astronautas eran, para ambos bandos, los pioneros de la nueva frontera:
primeros peldaños en la conquista del espacio, ejemplos de la gestión colectiva
del trabajo (fuera través del Mercado o del Plan) y del desarrollo
tecnocientífico de cada bloque. Luego, pasada la carreta espacial, la guerra
fría, la crisis del petróleo, el derrumbe del socialismo real, y zambullidos de
lleno en las economías de servicios y la teoría del valor-marginal, así como
las externalizaciones al sudeste asiático y las Zonas Económicas Especiales
chinas, abandonado ya el viejo astronauta, advino la deformación grotesca del
fútbol en industria del entretenimiento vil para los más bajos instintos; sirviendo
escudos, banderas, himnos, sentimientos de pertenencia, y demás misticismo
premoderno, como símbolos con los que hacer dinero o construir la
Nación. Pero ya se sabe: «estudia hijo, que si te lesionas la rodilla luego qué
será de ti». Los niños de entonces queríamos ser futbolistas porque eran gente
con fama, dinero y vidas disolutas, aunque fueran más tontos que las piedras.
Pero, hasta el futbolista requería de cierta exigencia física y un mínimo
talento con el balón; hoy ya ni eso.
Fotografía
de Yuri Gagarin durante el lanzamiento de la Vostok I el 12 de abril de 1961.
Autor desconocido.
El prototipo de héroe actual,
ya totalmente implantada la economía subjetiva del valor, en tanto sobreprecio
grasiento que no es útil para la vida, si no que atenta directamente
contra ella, se hace millonario a razón de comportamientos bufonescos desde la
silla de su habitación, sin ninguna cualidad medible más allá de cierta
capacidad comunicativa, lo que deja a la universidad como institución precaria,
medio fósil, que sigue funcionando ya no como Gran Creencia, si no como mero
trámite por el que pasar. De hecho, el youtuber, el influencer, el creador de
contenido son, por lo general, auténticos bárbaros con altavoz que dan cátedra
de cualquier cosa, escupiendo pura doxa sin razón de causa, mil veces peores
que los peores todólogos de la hueste periodística mercenaria, porque ante
cualquier refutación contundente a su sarta de basura hecha pasar por algo
serio, siempre tiran del argumento de autoridad que le confieren sus millones y
sus hordas de minions aspiracionales dispuestos a inmolarse en su defensa. Su posición
como hub informacional, les habilita para aplastar cualquier réplica en
términos de visualización e impacto.
El estudiante universitario
intuye, visto el devenir vital de la generación anterior y el tipo de héroe
triunfal de hoy, que el título ya no otorga reputación alguna entre los afectos
de los demás, y que acabar trabajando «de lo tuyo» dependerá de fuerzas
externas a menudo ciegas, inexplicables e impredecibles, como que los capitales
inviertan en un sector o se retiren de él en función de expectativas de
negocio, nichos de mercado y planes de inversiones con un creciente nivel de
abstracción globalizada. Como ejemplo pongo a un amigo cercano que, cuando
todavía se cursaba licenciatura, decidió estudiar arquitectura. Entre sus
muchas razones, a menudo estúpidas como las que nos impulsan a escoger una u
otra carrera, destacaban las salidas esperadas. No era para menos: la España
del pelotazo venía reclutando peones y oficiales a tres mil pavos al mes y
cinco mil para aparejadores y arquitectos, si no más; y los capitales por su
parte afluían al sector como las moscas a la mierda. Pero llegó la Gran Recesión, y
todos aquellos titulados vagaron por el desierto, currículum en mano, sin más
propiedad que su espacio negativo de coerción y su escaso manojo de
libertades-limosna. ¿Fue culpa de ellos escoger esos estudios? No, claro que
no: estudiaron lo que el capital quería en ese momento. Después, por azares de
la Ley del
Valor imperante, el capital ya no lo quiso, y hubieron de
joderse. Es lo que tiene una economía no planificada: el tipo de cualificación
que se pague en el futuro queda sujeta al violento parto de la destrucción creativa,
crisis de sobreproducción, nuevas disrupciones tecnológicas, y huidas a nichos
de mercado con demanda solvente que resulten más apetecibles, aunque consistan
en comidas cancerígenas o misiles mataniños.
Fotografía
fábrica de coches años 60 en España. Lugar y autor desconocido.
En parte, esta mascarada,
engañifa, estupidez y autoengaño colectivo habitaba ya en el propio concepto
meretriz de «mérito» aplicado al acceso
distributivo, al reparto de fuentes de renta. Porque la infraestructura
jurídica del capitalismo ya había establecido desde los albores del siglo XIX
la herencia (técnicamente, sucesión) como modo de adquirir la propiedad[3], incluyendo la propiedad
de cosas que dan frutos industriales (es decir, las empresas) así como la
propiedad las cosas de pura albarranía, de rescoldo feudal (el suelo, las
tierras, las casas, los pisitos), lo que ya instauraba diferencia de clase
entre quienes disfrutan y gozan y entre quienes cavan. Por eso la
única persona menor de treinta años que ha alcanzado el estatus de
multimillonario sin heredar su fortuna es, como no podía ser de otra
manera, un creador de contenido.
A la vista de este hecho incontestable,
el mérito ab initio no tenía que ver nada con el conocimiento, pero al
menos, la masa proletaria de antes albergaba aún la promesa de los Treinta
Gloriosos: la explotación de la relación salarial, la esclavitud
moderna, inmolarse en el trabajo en pos del Progreso, ser abono para la
historia, al menos ofrecía riqueza creciente para todos. Cualificarse, en tanto
que aumentaba la productividad, era su condición sine qua non. Todo eso ha
muerto, aplastado por capitales transfronterizos cada vez más esquizofrénicos,
ávidos de ganancias decrecientes, que oscilan entre meterse bien en el negocio
del alquiler al refugio del rentismo, o bien invertirse en crecientes servicios
que nada tienen que ver con satisfactores de utilidad si no con nebulosas
misticistas: mierdas de crecimiento personal, “energías” masculinas y
femeninas, estoicismo vulgarizado, discursos sobre resilencias y frases
motivacionales, cursos con supuestos trucos de inversión, manuales para hacerse
millonario, independencia financiera basada en hacer pasar emprendimiento por el
rentismo de toda la vida, enormes estafas piramidales, apuestas deportivas,
cirugías estéticas con retoques y caras plásticas sometidos a la
obsolescencia de las modas, crecepelos de herbolario, y demás mercadería
etérea sin soporte ni atributo físico ni social alguno.
Los universitarios de hoy,
embebidos de una nihilidad entendible, siguen el antiguo cursus honorum
sabedores de que el régimen ya no es el de la República, si no el del Imperio;
que ya poco pueden esperar de sus antaño flamantes saberes. Y, aun así, continúan
asistiendo a la universidad. Porque entre quebrarte los cuernos desde los
dieciocho años, o pasarte cuatro gozando gratis et amore de las mieles
de la contemplación fuera de casa, perdonen, pero que les quiten lo
bailado.
Se equivoca quien piense que
estos universitarios están ya con la
neuroplasticidad cerebral hecha fosfatina por el uso indiscriminado de ChatGPT o
sucedáneos: esos, con enormes deficiencias en comprensión lectora, capacidad de
redacción y relación conceptual, aún no se han terminado de gestar; paciencia,
vendrán después. Por ahora, lo que hay, lo que se advierte, lo que se siente en
los ojos de un joven estudiante, es un descreimiento profundo; porque de fondo,
desplegando sus efectos, nadie puede abstraerse de la catástrofe ecosocial a la
que nos dirigimos.
La competencia más importante
que hoy puede enseñar un profesor universitario, estoy convencido, es la
capacidad de filtrar información, de tener buenas herramientas conceptuales y
marcos teóricos que permitan a uno mantener la canoa a flote en este maremágnum
fragmentario creciente e imparable de problemas que son glocales: cotidianos y
globales al unísono. La escasez
de recursos críticos para transiciones ecológicas imposibles
en el marco socioeconómico del crecimiento infinito, el hundimiento
de la industria fósil, el overshot de
seis de los nueve límites biofísicos planetarios, la agudización
de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia; y la
contienda mundial en marcha segmentada en los tres frentes (Ucrania, Taiwán,
Israel) rodeando el heartland
de Mackinder son solo algunos de ellos.
Con todo esto en mente, que un
estudiante se centre en los estudios, y les dé el valor que los profesores
creen que tienen, es poco menos que milagroso; y si se me permite, algo
estúpido, radicalmente estúpido.
Bibliografía.
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corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo
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- The Editors of Encyclopaedia Britannica.
"heartland". Encyclopedia Britannica, 16 Jan. 2024
[1] Los
panaderos de antaño trabajaban la harina y el pan en horno de leña por medio de
criterios de experticia y máximas de experiencia, obtenidos a lo largo de
generaciones, en el marco de relaciones gremiales y sindicales que protegían ese
conocimiento y garantizaban su buena implementación a través de las lex
artis o reglas del oficio. Con la llegada del horno eléctrico, los
capitales pudieron servirse de cualquiera con instrucción mínima para darle a
los botoncitos de la máquina y trastear los programas y sensores, prescindiendo
de la cualificación del panadero, haciéndolo sustituible, y desactivando su
fuerza negociadora basada en su pericia. Los trabajadores de panadería, que no
panaderos, ya no comprenden cómo se hace el pan, puesto que este know-how ha
quedado crecientemente objetivado en la máquina. En SENNET,
Richard. La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo
en el nuevo capitalismo. 2000, Ed. Anagrama, ISBN: 978-84-339-0590-1, págs.
68-75.
[2] Explotación
directa el sentido marxiano del término, tipo: aquí tiene, campesino, acceso a
mi tierra. Al final de la cosecha, prepáreme el veinte por cierto en especie,
pagadera en quintales de trigo, arroz, mijo o lo que corresponda.
[3] Libro Tercero. De los diferentes modos de adquirir la propiedad. Art. 609 del Real Decreto de 24 de julio de 1889 por el que se publica el Código Civil:
«La propiedad se adquiere por la ocupación. La propiedad y los demás derechos sobre los bienes se adquieren y transmiten por la ley, por donación, por sucesión testada e intestada, y por consecuencia de ciertos contratos mediante la tradición. Pueden también adquirirse por medio de la prescripción».
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